Con cerca de ocho mil años de historia, el vino está lleno de significados, de tradiciones, de vida. Semblanza de una bebida ancestral.
El vino nació cuando saciábamos nuestros apetitos apenas con la ayuda de unas pocas herramientas. Mucho antes de que el hombre patentara métodos modernos de producción alcohólica, bebedores primitivos ya procesaban en vasijas de barro un vino oscuro. No se sabe qué uso le daban: si en banquetes, en celebraciones o en sacrificios paganos. Pero las evidencias ubican su nacimiento en el Neolítico, ocho mil años antes de Cristo, entre los montes cercanos al Irán de hoy.
Más tarde, cuando América no llevaba ese nombre, los vikingos desembarcaron en suelo continental y lo llamaron “Vineland”, la tierra del vino. La futura Norteamérica, que se extendía frente a aquellos navegantes, estaba llena de vides. Ese primer contacto parecía una gran oportunidad vinícola, pero los vikingos fracasaron: no lograron sacar de las uvas un jugo digno de ser bebido.
Tenían que llegar los españoles en el siglo XVI con sus cargamentos de uva traída de Europa, y entonces sí hubo en América buen vino para beber. La prioridad de los conquistadores, sin embargo, no era el placer etílico, sino la eucaristía: los misioneros necesitaban producir vino para sus misas. Por eso embarcaron toneladas de uva y vino de consagrar: un líquido de baja fermentación que los sacerdotes acostumbran diluir con agua.
El cristianismo aportó, con La Última Cena, un efectivo spot publicitario que parecía concebido para una campaña ambiciosa. La figura taquillera de Jesús brindando por última vez junto a sus discípulos disparó la propagación del vino en Occidente a partir de la excusa religiosa. Ya la Biblia presagiaba ese afán: el vino se menciona allí muchas veces. Según las escrituras, “es una bendición que Yahvé dio a la humanidad”. Y fue en la mítica fiesta de Canaá donde Jesús realizó el milagro que envidiaría cualquier sibarita: convirtió el agua en vino.
Todos estos elementos guardan una ironía deliciosa: el vino, un símbolo que hoy se asocia a la gula y la lujuria, recibió un valioso impulso gracias a las necesidades de la casta
Iglesia católica. Para ella, el vino es la sangre del hijo de un dios sacrificado. Para nosotros es el caldo donde se disuelve el gozo del consumo.
El vino baña el espíritu con benevolencia, suele ser el mensaje del clero. Pero también es saludable, según la medicina: conveniente para el cuerpo si sabes beber. La ciencia considera más de tres copas un exceso. Y dice, además, que el vino abre el apetito y favorece la digestión; que es útil para tratar el estreñimiento, la anorexia y otros trastornos alimenticios; que evita el insomnio y tranquiliza a los ansiosos; que ayuda a controlar la diabetes y es la bebida dietética más antigua; que favorece el funcionamiento del sistema circulatorio y facilita la irrigación de los vasos sanguíneos en el cuerpo cavernoso: es decir, la erección. El vino estimula el deseo sexual, pero también sabe ser nocivo: si abusas, bajará tu libido y te causará asma, pues contiene pequeñas dosis de azufre. Con el abuso llegarán los cólicos y, en el peor de los casos, la adicción.
Parece que la ciencia no deja de estudiar al vino, y él no se cansa de reportar beneficios. En marzo de 2013 la prestigiosa revista Science divulgó un estudio realizado en animales que confirma las buenas noticas: el Resveratrol, un componente de la bebida, activa un gen específico llamado Sirtuina SIRT1, que nos protege frente al envejecimiento a partir de la regeneración de nuestra energía celular, en la mitocondria. David Sinclair, de la Harvard Medical School, dijo a Science que “nunca, en la historia de la farmacología, ha habido una molécula que se ligue a una proteína y la active con la velocidad con la que lo hace el Resveratrol con la SIRT”.
El vino es autónomo en su producción, es religioso y político, saludable y a veces nocivo. Pero, sobre todo, es literario. Por su estilo seductor, por su empatía con los espíritus creativos, el vino se ha convertido en un típico personaje libresco: en una suerte de sospechoso habitual para el mundo del arte. Shakespeare fue uno de los pocos que lo desdeñó, tal vez pensando en los borrachines impertinentes, pues dijo que esa agua turbia “degradaba el carácter”. En cambio el Quijote y Sancho, que eran ibéricos, lo tomaban a cada rato en sus recorridos, y en la novela de Cervantes el vino aparece en más de cuarenta ocasiones. D’Artagnan también supo brindar con sus compañeros mosqueteros Athos, Porthos y Aramis, y juntos precedían con un trago la acción de sus sables y sus mosquetes.
Neruda destapó incontables botellas chilenas, y compuso una Oda al vino:
Vino, estrellado hijo de la tierra, vino,
liso como una espada de oro,
suave como un desordenado terciopelo,
vino encaracolado y suspendido,
amoroso,
marino.
Federico García Lorca, andaluz apasionado, fue más allá:
Me gustaría ser todo de vino
y beberme
yo mismo.
Pero el caso favorito es el de Julio Ramón Ribeyro. En sus diarios, publicados bajo el título de La tentación del fracaso, el escritor peruano demuestra sin arrogancia un amplio conocimiento sobre el vino. Pero no es su erudición lo que cautiva, sino el amor que demuestra hacia la bebida. Ribeyro vivió en París temporadas de pobreza genuina, y para alimentar sus apetitos principales —vino y cigarrillos— vendió los ejemplares más valiosos de su biblioteca.
Era un trueque difícil: Ribeyro debía escoger entre dos bienes supremos. Y forzado a decidir, renunció a la letra impresa.
El vino es autónomo, religioso, político, saludable, a veces nocivo y muchas veces literario. Pero, sobre todo, es amistoso. El vino convoca la dulce pasión del amor. El vino acerca y hermana.
Por eso, cuando el bebedor entendido prueba uno de mal sabor, cuando tropieza con un líquido que no honra su historia, lo califica enseguida, con justicia, como un vino “peleón”.
La palabra licor no es una denominación genérica para las bebidas alcohólicas: técnicamente se refiere a un grupo de bebidas (liqueurs) muy elaboradas, herencia directa de los alquimistas y, por lo tanto, rodeadas de un halo de secreto.
- El Museo Ampelográfico de Madrid guarda una colección de más de tres mil clases de uvas con las que se hace vino. La temperatura debe estar entre 15 y 30 grados centígrados; un poco más de frío o de calor inhibe el crecimiento y la maduración de cada racimo de uva. La ampelografía es el estudio de los tipos de uvas y la manera de cultivarlas.
- De acuerdo con la cantidad de azúcar, los vinos se clasifican en secos, que tienen muy poca azúcar (entre 1 y 3 gramos por litro); abocados (entre 5 y 15 gramos por litro); semisecos (entre 15 y 30 gramos por litro); semidulces (30 a 50 gramos por litro) y dulces (de 30 a 50 gramos por litro).
- No es verdad que mientras más añejo el vino, es mejor. Algunos a partir de los cinco años y otros a partir de los diez años empiezan a decaer. Sólo los vinos muy estructurados y finos continúan mejorando en la botella después de los diez años.
Fuente: www.mysanitas.com